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La actualidad sin censura

OPINION

“Los sumisos y los rebeldes nunca pueden estar de acuerdo” – Juan Manuel Olarieta

La humanidad la formamos seres sociables, que es una manera elegante de decir que somos gregarios. Hacemos lo que hace todo el mundo, es decir, repetimos comportamientos que hemos aprendido en algún lugar y en algún momento, por más que a veces aparezcan “ovejas negras”. A ese carácter social del ser humano no son ajenos los médicos, los científicos, los académicos, los matemáticos… que también tienen sus propias “ovejas negras”, siempre maldecidas porque exponen doctrinas extrañas, inverosímiles.

Lo mismo ocurre con los países del mundo: todos hacen lo mismo e imponen normas parecidas. Algunos esperan a ver qué es lo que hacen los otros, que toman como referencia. Funcionan con mecanismos de imitación y a veces no son más que caricaturas de los originales. Hay mucho de seguidismo y, a veces incluso de competencia. Hay países que no sólo hacen lo mismo que otros, sino que se empeñan en hacerlo mejor que los otros.

Es el caso de Rusia, un país con muchas peculiaridades, la más importante de las cuales es su pasado soviético, que sigue pesando ostensiblemente. En 1991 Rusia se homologó a cualquier otro país capitalista, pero al ser un recién llegado, los nuevos gobiernos se lo creyeron a pies juntillas. Al otro lado del Telón de Acero, en “occidente”, todo era mejor, más bonito, más limpio y, por supuesto, se respetaban los derechos humanos a rajatabla.

Pero no todos los rusos son tan permeables a las modas “occidentales” como los ministros, los parlamentarios o los altos funcionarios. La mayor parte de la población rusa sigue con la cabeza en la URSS; como si no todo hubiera cambiado. Muchos incluso se resisten a las novedades y a la (pos)modernidad porque piensan que no todo lo nuevo es mejor que todo lo viejo. La pandemia lo ha vuelto a poner de manifiesto: la población rusa se ha mostrado mucho más resistente a las restricciones y, desde luego, al apartheid sanitario, a los salvoconductos y a la vacunación obligatoria.

Ocurre al revés de lo que siempre ha dicho la propaganda imperialista: los rusos no son tan gregarios como los “occidentales”. A pesar de las amenazas y la propaganda invasiva, el plan de vacunación del Kremlin no ha cuajado. Ya lo ha anunciado Peskov, el portavoz del Kremlin: ni siquiera en septiembre alcanzarán el 60 por ciento de personas vacunadas.

El gobierno ha tenido que cambiar de táctica para que su campaña salga adelante y, lo mismo que en “occidente”, la paradoja se reproduce: quienes se vacunan no lo hacen por motivos sanitarios. Es el gran fracaso de esta ola de histeria. En todo el mundo, la mayor parte de las personas se vacuna porque ha perdido todos sus derechos y le están diciendo que no se los van a devolver más que gota a gota y con condiciones: con vacunas.

Como el miedo a perder la salud no ha funcionado, los gobiernos tienen que seguir presionando por otras vías para sacar sus planes adelante. En Rusia el gobernador de una región turística del sur impuso la obligación de vacunarse para acceder a los hoteles, y las reservas cayeron en 24 horas. Se cancelaron el 30 por ciento de las reservas para el mes de julio y el 70 por ciento para agosto.

Las vacunas y los salvoconductos que las acreditan tienen que convertir a los reacios en parias, impedirles el ejercicio de cualquier derecho y, finalmente, encerrarlos por las buenas o por las malas, en sus casas o en hoteles, como en Mallorca.

“El tabaco mata” y antes de convertir a los fumadores en apestados, crearon los bantustanes: las zonas de fumadores y no fumadores. Sólo era el primer paso. Es el arte de domesticar poco a poco, mientras la propaganda aprieta infatigable. Ahora ya tenemos zonas con y sin mascarillas, cada una de las cuales está a un centímetro de la otra, porque los virus sí entienden de fronteras (aunque muchos crean que no).

En Moscú fracasó el intento del alcalde de crear zonas “libres de covid” en cafés y restaurantes, pero eso no le ha desanimado; sólo le ha obligado a dar un paso más en su afán fascista: a partir del lunes lo que era voluntario se ha convertido en obligatorio. La consecuencia también es típica del envidiable carácter rebelde de los rusos que -lamentablemente- no vemos en otros países: se quedan en casa, beben, comen en casa y se reúnen en ella con sus amigos. La asistencia a los locales públicos que exigen el salvoconducto vacunal se ha hundido, pero el Ayuntamiento de Moscú no desiste y ha anunciado que extenderá el apartheid a otro tipo de locales, además de la hostelería.

“¿Dónde están los rebeldes?”, pregunta Van Morrison en una de sus últimas canciones. Tiene buenos motivos para ello. Hay un serio problema con una variante del ser humano que ha aparecido durante la pandemia: el neopuritano, ese tipo que alardea de “progresismo” y pone la salud por encima de todo, incluso de las clases sociales. Se consideran a sí mismos como los únicos “responsables”. Son la “gente de orden” de toda la vida, esos que dicen que los adolescentes encerrados en los hoteles de Mallorca no están secuestrados. Los mismos que sacan al fascista que llevan dentro para criticar el botellón, los bares, el “turismo de borrachera” o el denostado “ocio nocturno”.

Se lo deberían hacer mirar. El proletariado nació como clase social con consignas tales como “8 horas de trabajo y 8 de descanso” y en un país fascista, como España, donde no hay locales sociales para nada, los trabajadores (y la población en general), se reúnen en los bares y charlan en los bares. Para poder organizarse, en el siglo XIX los anarquistas crearon ateneos que no eran otra cosa que bares, el PSOE creó “casas del pueblo” que también eran bares, el PNV tiene sus “batzokis” y la izquierda abertzale las “herriko tabernas”, o sea, más de lo mismo.

Cuando encierren a todos en campos se concentración, se llamen como se llamen, aunque sean hoteles de cinco estrellas o la propia vivienda, el proletariado habrá perdido otra batalla. Otra más.

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