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OPINION

“Productividad, violencia y maltrato hacia los improductivos” – Josep Cónsola

La carrera contrarreloj, en el proceso productivo, en las relaciones personales, en la difusión de cualquiera noticia, verdadera o falseada, en el deleite del consumo, en las calificaciones escolares… se considerada productiva, con independencia de su contenido. Un aumento de la productividad, dicen, nos hará más felices, más competitivos y tendremos más para elegir.

Esta carrera lleva aparejada una serie de comportamientos violentos, a veces una violencia escondida, otras a la luz del día, una carrera en la cual el premio al ganador consta de un reconocimiento social de marcado carácter darwinista: la supervivencia del más apto.

Cuando una persona no quiere correr, o no puede correr, queda estigmatizada como no productiva. En este segmento hay las personas llamadas “excluidas”: criaturas, ancianos y dependientes de servicios sociales. Todos ellos, claro, pertenecen en la clase obrera.

Una exclusión que no es solo del proceso productivo generador de plusvalía, sino del conjunto de asuntos sociales en los cuales no sirven de ejemplo para la reproducción de la carrera contrarreloj. Tan solo unos pocos elegidos, que ocupan las portadas de los medios de comunicación, son puestos como ejemplo de su salida de la lacra de la exclusión, emiten un mensaje que dice: “el sistema capitalista da oportunidades para todo el mundo, si no las aprovechas, eres un incapacitado”.

Esto lo podemos ver reflejado cuando nos muestran alguna persona autóctona de un núcleo familiar adicto a las drogas o delictivo, o inmigrada, originariamente sin papeles, que ha conseguido una titulación universitaria, un galardón cualquiera, que ha escrito un libro, que ha ganado una carrera, etc., es la excepción que confirma la regla, es un ejemplo de persona “productiva”. Nombramiento que no puede obtener la persona que se dedica a sacar la mierda de las casas, a cavar la tierra sin seguro, a recoger frutos en invernaderos o a trabajar bajo el sol o las heladas en la construcción de las obras públicas.

El poder, acompañado muchas veces por los que se dicen sus oponentes, ha sabido estructurar espacios diferentes para cada uno de estos colectivos: guarderías o aparcamientos de criaturas para los más pequeños, bancos de alimentos, albergues nocturnos y subsidios para los pobres de solemnidad, y geriátricos o aparcamientos de viejos para morir en soledad. Con solo que damos un vistazo a los llamamientos reivindicativos de la llamada izquierda veremos cómo hay una coincidencia entre estas reivindicaciones y la apuesta del capital.

¿Cómo es esto? Nada más y nada menos que la constatación de una afirmación que ya hizo Marx en su momento: que la ideología de la sociedad es la ideología de la clase dominante.

Cuando una persona, al cabo de los años, ya no dispone de la fuerza necesaria para ser productivo, es decir, cuando dicen que “es vieja”, se convierte en un peso que es antagónico al concepto moderno de productivismo. Entonces, con independencia de la tendencia política, tanto reaccionaria como progresista, se reclama la existencia de unos espacios donde poder aparcar esta gente “improductiva”. La única diferencia entre los que se consideran conservadores y los que se llaman progresistas radica en que unos plantean aparcamientos privados y los otros aparcamientos públicos. El hilo conductor común es que nadie quiere hacerse cargo personalmente de padres, madres, abuelos y abuelas, y quienes no tienen más remedio que hacerlo, lo hace a regañadientes.

“En nuestro ámbito sociocultural, los valores referidos al envejecimiento han sufrido una profunda transformación en pocos años. Tradicionalmente, en nuestra cultura mediterránea el anciano era una figura con un importante papel dentro de la dinámica familiar y social; representaba la memoria histórica y sus posibles limitaciones físicas eran suplidas por la experiencia y la sabiduría, que en una sociedad eminentemente agrícola eran elementos muy considerados para la supervivencia de los pueblos y el mantenimiento de la identidad cultural… La era de la industrialización y de la tecnología ha aportado unos vertiginosos cambios socioeconómicos que han contribuido a un cambio también de valores, entre ellos lo de la vejez. El papel actual del anciano o anciana está poco definido y con mínima relevancia. La revolución de los medios de comunicación que promueven el consumo como valor básico para el mantenimiento del sistema productivo actual, la exaltación de la juventud y la caducidad cultural desacreditan todo el que anteriormente representaban los ancianos, con una pérdida importante de significado social… La situación es de tal magnitud que el maltrato y el autoabandono están asociados directamente con el aumento de la mortalidad… Diferentes estudios sugieren que el abuso tiende a ser cometido por un miembro familiar próximo de la víctima. Quién abusa tiende a ser mujer, de mediana edad, con otra persona dependiente a su cargo, con un nivel bajo de autoestima y que se siente atrapada”… Aunque hace falta no olvidar que el mayor y quizás más impactante maltrato no es el físico sino el psicológico y el social. El desprecio por la vejez, el aislamiento, la soledad, la falta de estímulos, ya no solo afectivos sino también sensoriales, pueden ser igual o más nocivos que el maltrato físico evidente. La indiferencia puede ser el peor de los maltratos” (*).

Así como otras violencias llenan las páginas de los diarios, esta queda silenciada. Pero si algo ha hecho visible la llamada pandemia ha sido la constatación de la violencia hacia las personas ancianas, y no ha sido casual la gran mortalidad en los llamados geriátricos o entre personas mayores que vivían en soledad. Como no se ha podido esconder el exterminio de ancianos, se ha intentado esconder la existencia de esta violencia con excusas de todo tipo, entre ellas que si la carencia de personal en los geriátricos, que si estas instituciones están organizadas con ánimo de lucro, que si las gerencias han estado incompetentes, que si ha faltado asistencia sanitaria, etc.

Pero no ha sido estas las razones de fondos de la gran mortalidad, sin duda ha sido la violencia derivada de la concepción económico – productivista de la sociedad, concepción que impregna, consciente o inconscientemente, el conjunto del tejido social.

Las criaturas, desde su nacimiento, son consideradas como improductivas hasta que pueden incorporarse al sistema educativo obligatorio donde ya se considera que empiezan a ser productivas, es decir que se inician en el largo camino que tiene que conducir a la generación de plusvalía. El reclamo de plazas de aparcamiento para criaturas no es muy diferente del reclamo de geriátricos, se trata de lugares donde dejar estas pequeñas personas a despecho de sus necesidades vitales como pueden ser el vínculo materno tan necesario en los primeros años de vida. Y dejando claro que el vínculo materno no significa hacer de ama de casa y ocuparse de las tareas de mantenimiento del núcleo parental, esto puede hacerlo cualquier otra persona. Los mamíferos, y los humanos somos mamíferos, precisan de este vínculo en los primeros años de vida, a despecho de los portavoces de la teoría-trampa de la diversidad que con algunas de sus teorías legitiman la violencia hacia las criaturas.

Los grandes defensores de estos centros, tanto si los reclaman públicos como privados, no se han parado a escuchar los llantos de las criaturas cuando, a partir de los seis meses de vida las dejan en manos de personas extrañas. Y aquí empieza una violencia que durante la vida adulta se esconde detrás de un contrato de trabajo y en la vejez se agudiza.

Los millones, centenares de millones gastados para vestir estos aparcamientos de humanos no productivos, más valdría abonarlos a las personas próximas, consanguineas o no, que aseguraran un bienestar y atención tanto en los primeros años de vida como en los últimos, rodeados del necesario vínculo materno para los bebés; y un espaldarazo tanto físico como emocional rodeado de recuerdos para los abuelos y abuelas.

Esto no excluye la posible existencia de asilos u hospicios públicos para aquellas personas que no tienen ninguna vinculación parental o de amistad comprometida, pero tendría que ser la excepción. Pues nacer, crecer, vivir, envejecer y morir junto a personas próximas tendría que ser la normalidad deseada. Y para ello no hacen falta más aparcamientos para humanos “improductivos”, sino cambiar la inmoralidad derivada del concepto social y moral impuesto por el capital.

No habrá adelanto en el camino hacia otro tipo de sociedad, mientras las consignas reivindicativas sean un eco de los intereses de la clase dominante.

(*) A. Bover Bover, M.L. Moreno Sancho, S. Mota Magañay J.M. Taltavull Aparicio. El maltrato a los ancianos https://core.ac.uk/download/pdf/82175229.pdf

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