Con cuatro años me meé en el cole porque una profesora ordenó “no os mováis hasta que vuelva” y nos dejó solos en clase. Tardó tanto que, aunque mi vejiga pedía ir al baño, aguanté como un mercenario hasta que la cosa se desbordó. Cuando por fin regresó al aula y vio el charco, me regañó por haber cumplido sus instrucciones de manera literal. Desde entonces, cada vez que me enfrento a una nueva norma rememoro este pasaje para obligarme a pensar por mí mismo, aplicar el sentido común y no obedecer como un robot. Una obviedad, lo sé, desde niños se nos enseña a desarrollar nuestra capacidad crítica y no hace falta orinarse encima para aprenderlo.
Precisamente por eso sorprende que uno de los efectos sociales de esta pandemia que cumple un año sea el uso de la muletilla esa de “no soy negacionista, pero…” cuando alguien se dispone a criticar algún asunto relacionado con la crisis del coronavirus. Aunque solo sea algo cotidiano como que los fumadores pueden ir sin mascarilla y los niños de más de seis años no. Es como si sintiésemos que es necesario aclarar por adelantado que no estamos chiflados por opinar diferente. Como si hubiese que jurar ante notario que no eres un demente antes de exponer una simple objeción o duda. Me pregunto cómo hemos llegado a este punto y por qué algo tan higiénico como disentir conlleva de pronto un absurdo miedo a ser nominado a loco del pueblo. Un fenómeno intrigante que El Roto resume en una de sus viñetas del diario El País: “Yo digo a todo que sí, para que no me llamen negacionista”.
No sabemos si habrá influido el empacho mediático de la etiqueta “negacionista”, antes reservada para lunáticos que niegan hechos históricos o naturales, pero existe una tendencia a no compartir pensamientos discordantes. Mucha gente prefiere mantenerse en perfil bajo, confundida al ver que la prensa se mofa de que quienes no tienen estudios científicos opinen sobre noticias pandémicas pero a la vez vuelca sobre ella un minuto a minuto de la tragedia con marcadores de contagios, indicios de presiones a la Agencia Europea del Medicamento por parte de la Comisión Europea y los gobiernos o reportajes sobre cómo las farmacéuticas obstaculizan el acceso de los eurodiputados al contenido de sus contratos. Médicos como el investigador Federico Martinón, del Comité Asesor de Vacunas de la OMS, señalan la sobreabundancia informativa y advierten que “la infodemia y la infoxicación que estamos sufriendo es un problema importante”.
Porque si tu vecina del quinto ve el vídeo de la entrevista de la BBC en la que Anthony Fauci, eminencia de la epidemiología y asesor jefe de Biden, acusa públicamente a Reino Unido de emplear atajos para colgarse la medalla de la curación para la Covid-19. Si se le revela que las mismas compañías encargadas de sacarnos de este lío como Pfizer o Johnson & Johnson acumulan multas millonarias por actividades ilegales. Si le cuentan que España, como el resto de países ricos, se opone a liberar las patentes para que así el tercer mundo tenga acceso a la vacuna de la Covid-19. ¿No es esperable que esa persona necesite aclarar su cabeza? ¿O solo debe investigar sobre materias en las que sea experta? ¿Se acusa de llevar capirote de papel de aluminio al ciudadano inquieto que bucea en todas las fuentes oficiales a su alcance para tratar de comprender la realidad? En cuestiones de salud que afectan a la población mundial, ¿lo loco no sería dejar de hacerse preguntas?
Que la actualidad coronavírica sea un dragon khan sin frenos no ayuda demasiado. Un día la OMS se pronuncia en contra del pasaporte de vacunados, al siguiente unos países de la UE lo tachan de discriminatorio y otros lo defienden y más tarde Bruselas acelera su creación para que esté listo antes del verano. El prestigioso British Medical Journal indica en su editorial “Covid-19: politización, ‘corrupción’ y supresión de la ciencia” que “el gobierno y la industria deben dejar de anunciar políticas científicas cruciales a través de notas de prensa” y que “no tiene sentido seguir servilmente la ciencia” sino confiar en ella “solo si está libre de interferencia política y si el sistema es transparente y no comprometido por conflictos de interés”.
Esta recomendación es útil para digerir la actual retransmisión instantánea de hallazgos científicos. Por desgracia, hasta los reportajes independientes pueden recoger sin saberlo estudios sesgados en materias sensibles, como asegura el Colegio Oficial de Psicólogos delatando investigaciones sobre uso de antidepresivos y el aumento de suicidio en adolescentes que ocultan los resultados negativos por estar patrocinados por la industria farmacéutica.
Hace diez años, durante la pandemia de la gripe A, Noticias CNN+ abrió su informativo con la noticia: “El Consejo de Europa va a investigar la influencia de los lobbies farmacéuticos en la gestión de la OMS”. Contaba que la Comisión de Sanidad denunciaba “intereses ocultos y complicidad de las autoridades sanitarias” y enfatizaba: “gripe A, gripe de beneficios millonarios para los laboratorios con la complicidad de las autoridades sanitarias”. Se preguntaba por qué la OMS modificó la definición de pandemia antes de declararla, ya que “a partir de ahí empezó la psicosis y el negocio de las multinacionales, los países se lanzaron a comprar millones de vacunas”. Cerraba Iñaki Gabilondo con un editorial sobre “El negocio más repugnante: el negocio del miedo”, con alusiones a “pánico planificado” y “gobiernos hábilmente pastoreados”.
Da cierto vértigo escuchar las sentencias del párrafo anterior, supongo que porque nos hemos acostumbrado a que hoy titulares así aparezcan casi únicamente en canales alternativos. Medios que es fundamental cribar pero en ocasiones ofrecen informaciones veraces y de interés que complementan a las de los tradicionales y que, en algún caso, aportan lo que los estos no pueden por compromisos empresariales o políticos. De hecho, hubo momentos en que ambos mundos se dieron la mano, como cuando The New York Times, Le Monde o Der Spiegel publicaron las filtraciones confidenciales de Julian Assange y Wikileaks. O The Guardian y The Washington Post haciéndose eco de los documentos clasificados de Edward Snowden. Assange sigue en prisión (Amnistía Internacional pide que se retiren los cargos que atentan contra la libertad de prensa). Snowden permanece en Rusia, acaba de ser padre y afirmó en una entrevista a Vice que “los gobiernos usan el coronavirus para construir una arquitectura de la opresión”.
¿Lo que antes se consideraban heroicidades periodísticas nivel Watergate se desprecian hoy como arrebatos conspiranoicos? El uso del término “conspiranoico”, al igual que “antivacunas”, se ha disparado desde marzo de 2020 hasta hoy. En este sentido, Rafael Serrano, del CSIC, condena que se tache de antivacunas a quienes simplemente dudan o están confusos: “son grupos totalmente distintos, con motivaciones muy distintas”. Celia Díaz, socióloga de la Universidad Complutense, apunta que “parece que si tienes recelos ya eres un antivacunas pero hay bastantes cosas en juego, como los conocimientos sobre la ciencia, las dudas que despierta esta carrera entre farmacéuticas, los tiempos de desarrollo, la voz del mercado”. El investigador Jeffrey Lazarus defiende que “está muy bien tener dudas, si son legítimas, querer saber qué pasa”. Son declaraciones del artículo de El País “El error de llamar ‘antivacunas’ a quienes dudan sobre inmunizarse” que, como otro texto del mismo periódico sobre el doctor danés Peter C. Gøtzsche (‘Desinformación sobre las vacunas: ni rechazarlas todas ni aceptarlas sin rechistar’), defiende que informarse y buscar respuestas es un acto responsable y no una amenaza.
La comunicadora científica y presentadora de Whaat!? Rocío Vidal anotó en Gen Playz que “hay muchas personas en un mar de dudas” y que “a esas personas hay que dirigirse, divulgar y educar al respecto”. En un momento del programa, ella misma, Manuela Martín de Fridays for Future y Ana Perrote de Hinds sostienen que según numerosos estudios y organismos de salud la dieta vegana es saludable, mientras que el zoólogo Enrique Baquero defiende lo contrario. Cuando alguien como Baquero muestra su visión sin importarle que no sea la predominante estamos ante un debate real. Evitando así la espiral del silencio de Noelle-Neumann, según la cual cierto clima social puede hacer que los individuos no se atrevan a expresar posiciones contrarias a las que perciben como mayoritarias. Si permitimos que una mayoría silenciosa se vea sometida por una minoría ruidosa nos perderemos puntos de vista interesantes, de la generación Z y las venideras.
Mi sobrino de cuatro años es uno de esos futuros adultos que necesitamos que piensen por sí mismos. El otro día paseando con él por la sierra de Madrid nos encontramos un parque infantil con precinto policial. “¿Puedo jugar?”, me preguntó. “No”, respondí. “¿Por qué?”. Ni un alma a un kilómetro a la redonda. “Porque nos pueden multar”, dije. Enseguida me di cuenta de que le estaba enviando un mensaje erróneo, el opuesto a no ser autómata. Si un policía descubriese que prohibí a un niño jugar en un espacio desierto al aire libre, sin riesgo para él ni para los demás, quizá me echaría la bronca por mi obediencia irracional como hizo aquella maestra de mi infancia. O no, quién sabe.
- Escrito por Iago Fernández y publicado en RTVE
- Artículo reproducido en euskalnews.com
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Este artículo da escalofríos. Está escrito por uno que está (o finge estarlo, con fines convenientes) aterrorizado por pensar por sí mismo y lo que enseña a este artículo es a tener miedo de pensar por uno mismo. La anécdota que cuenta al principio ya dice que hasta de niño estaba completamente castrado, y de ahi a trabajar en RTVE. Este artículo te deja completamente sin energía.nl sé cómo pueden vivir así.
Este es como las conversaciones que oyes por la calle, cosas como “mira, Mari nos están mintiendo hija, yo cada vez estoy más convencida”, y la Mari dice,” pues da igual porque tendrás que vacunarse porque al final ya sabemos quién manda”, la otra asiente, y siguen andando por la calle subiéndose la mascarilla porque pasa un niño.
Esta gente es pero que los creyentes.
Te quitan las ganas de vivir.