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La salvaje pelea entre un toro y un tigre que provocó un estampida en Donostia

  • Escrito por la periodista Mónica Arrizabalaga para el diario ABC
  • Reproducido en euskalnews.com de manera íntegra

«Deplorable por todos conceptos fue el espectáculo que el domingo último se verificó en la Plaza de Toros de San Sebastián» y «más deplorable aún el final de la terrible fiesta», juzgaba este periódico la lucha entre el toro «Hurón» y el tigre «César» del 24 de julio de 1904 que pudo acabar en tragedia.

La pelea de las fieras había despertado tal expectación que la plaza de San Sebastián estaba rebosante aquel domingo. Un buen número de franceses se había desplazado hasta la capital guipuzcoana para presenciar el desafío. Ocupaban la cuarta parte de las gradas. En los tendidos también había muchas mujeres y niños.

La única fotografía que se hizo del momento de la lucha entre el toro y el tigre en San Sebastián – G. H. Rogers

Tras la previa novillada, que se siguió con desinterés, hacia las siete de la tarde llegó el momento que todos esperaban. En la arena, se instaló la enorme jaula que albergaría la lucha entre las dos bestias, que fueron llevadas hasta allí en cajones. Al tigre le acompañaba el comerciante de fieras marsellés de apellido Ramband que lo había vendido por 7.000 francos.

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Antes de abrir sus compuertas, se azuzó a los animales para que pasaran al jaulón. Frente a frente, las astas de «Hurón» se medirían con las garras y la poderosa mandíbula de «César». Los franceses apostaban por la ferocidad del tigre, pero, según informó « El Gráfico», pronto se vieron decepcionados porque «Hurón», en cuanto le puso la vista encima, «le acometió, resuelto a destriparle. Logró alcanzarle, y empuntándole, lo zarandeó terriblemente, arrojándolo luego a la arena y pateándolo a su placer».

El maltrecho tigre procuró defenderse a zarpazos y mordiscos y logró herir al toro en las patas y el hocico, antes de pegarse a los barrotes de la jaula buscando una salida.

Como «Hurón» no se decidía a rematar a su rival y el público exigía que el combate continuara, los empleados de la plaza pincharon al tigre para que se levantase.

El toro lo corneó de nuevo, pero de pronto, el tigre saltó a su cuello en un arranque de ferocidad, lacerándolo a dentelladas y zarpazos. El astado se defendió dando una tremenda sacudida y arrojó al felino contra una de las puertas de la jaula. Allí, según «El Gráfico», le embistió con tal ímpetu, que destrozó la puerta y ambas bestias quedaron libres en la plaza.

Aquel hecho inesperado sorprendió al público. La plaza de toros estaba preparada para evitar la salida de los astados, pero no la de un tigre. Por eso y pese a que «César» casi agonizaba, al verlo suelto en la arena se desató el pánico entre los espectadores. «Nadie pensó más que en ganar la calle y junto a las puertas se libraron furiosos combates por salir», «miles de personas se arrojaban por las escaleras, gritando aterradas» y en medio del azoramiento que describía el corresponsal de «El Gráfico», una imprudencia agravó la situación.

Los miqueletes empezaron a disparar desde los pasillos de entre barreras para rematar al tigre, que había caído inmóvil junto a la jaula, pero las balas, que rebotaban en los barrotes, alcanzaron a decenas de espectadores.

Al final, un certero disparo de un espectador que se arrojó a la plaza acabó con la poca vida que le quedaba al tigre mientras el toro, que también acabaría abatido, buscaba los corrales y unos imprudentes trataban de torearlo.

«El griterío aumentaba, pues la masa humana seguía estrujándose en los pasillos y la salida era más difícil, porque intentaban entrar en la Plaza muchas personas que aguardaban fuera, temorosas de que a sus parientes les hubiese ocurrido algo grave», relató «El Gráfico» antes de finalizar contando cómo el público fue serenándose porque los miqueletes dejaron de tirar, gracias a las recriminaciones de algunos, y por fin abandonó la plaza.

El caos se saldó con un muerto, Juan Pablo Lizariturry, y una veintena de heridos de bala, entre ellos diversas personalidades del momento como el diputado Julio Urquijo o el marqués de Pidal. Más de un centenar de personas resultaron contusionadas.

La gente, indignada, pidió un severo castigo para quien dio orden a los miqueletes de disparar y exigió responsabilidades a los que garantizaron la solidez de la jaula.

Desde ABC, que por aquel entonces se publicaba semanalmente y salió a la venta días después del suceso, se entonó un «mea culpa» generalizado: «Se ha censurado mucho el espectáculo (eso sí, después de celebrarse y por las tristísimas consecuencias que tuvo; si no, puede que hubiera parecido de perlas y hasta que se estuviese pidiendo la repetición), y se ha criticado más a las autoridades por su debilidad; a los ingenieros que examinaron la jaula—«grillera» debería llamársela con más propiedad, y lo prueba la consistencia de sus barrotes, que se doblaban y había que enderezarlos a golpe de martillo,— por su imprevisión; a los miqueletes por disparar imprudentemente sus armas; al público por su complacencia en ver, desde donde se creía en seguro, una lucha sangrienta entre dos seres irracionales… Nosotros unimos nuestra censura a la censura general y nuestra protesta a la de todo el mundo; pero debemos y queremos ser imparciales.

En nuestro anatema comprendemos al público, del que no puede decirse que lo formaba gente a la que con frecuencia se le atribuye toda clase de excesos y aberraciones; la calidad de la mayoría de las personas heridas demuestra que no es sólo la incultura y el pueblo bajo el que busca bárbaras diversiones. Comprendemos a empresarios, a técnicos y a autoridades, y comprendemos, en fin, a los periódicos, sin exceptuarnos, porque sacamos a relucir la decadencia, la barbarie, la degeneración, etc., después de la catástrofe, cuando ya no tiene remedio; no antes, cuando el espectáculo y la desgracia podían evitarse. La misma responsabilidad moral que cabe a los Poderes públicos por haber autorizado el espectáculo sin prever sus consecuencias, nos cabe a los que con la pluma no pedimos la prohibición y hasta jaleamos la anunciada función, como se dice en el argot del oficio, contribuyendo a que la gente se animase á presenciar el singular combate de las fieras. Esta es la verdad neta; y si hemos de enmendarnos y corregirnos todos, preciso es que comencemos por imponernos cada cual la enmienda y la regeneración de sí propio».

«Blanco y Negro» publicó semanas después la única fotografía realizada en el momento de esta lucha entre el toro y el tigre que tanta resonancia tuvo en 1904.

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El Ogro cabreado

Nunca habia leido sobre esto, impresionante.

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