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El verdadero origen del secreto bancario suizo

Según un mito muy extendido, Suiza reforzó el secreto bancario durante el III Reich para proteger a sus víctimas, especialmente los judíos. Esta fábula se inventó mucho más tarde, en los años sesenta y apareció por primera vez en el boletín del banco Crédit Suisse en noviembre de 1966, en un artículo sin firma titulado “Acerca del secreto bancario suizo”.

“Fue el intenso espionaje llevado a cabo sobre los bienes judíos lo que obligó a Suiza, en 1934, a definir más rigurosamente el secreto bancario consagrado hasta entonces en el derecho consuetudinario y a castigar cualquier violación con sanciones penales, para para proteger a los perseguidos. Sin exagerar, podemos decir que la determinación con la que se ha defendido y se defiende el secreto bancario ha salvado la vida y la fortuna de miles de personas”.

El banco invocaba las vidas amenazadas por los secuaces de los nazis para demostrar el origen moralmente irreprochable del secreto bancario. Durante los meses siguientes, este pretexto fue retomado por numerosas revistas especializadas.

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El destinatario de la campaña lanzada en 1966 por Credit Suisse no fue el público suizo, sino el de Estados Unidos, donde la leyenda del origen logró muy rápidamente el objetivo que se proponía.

En 1968, al presentar su proyecto de ley contra el secreto bancario suizo, el presidente del Comité Bancario del Congreso moderó sus comentarios con estas palabras: “Las leyes actuales sobre el secreto bancario se remontan directamente a las temibles operaciones de la Gestapo en Suiza inmediatamente antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial”.

El argumento es particularmente importante porque el crítico más acérrimo de los bancos suizos, durante las audiencias ante el Congreso estadounidense, fue el fiscal de Nueva York, Robert M. Morgenthau, que tuvo que diculpar a su electorado demócrata judío. Los principales temas de las audiencias fueron la evasión fiscal, las adquisiciones hostiles y el crimen organizado. En este caldo cultural, según Morgenthau, estaban los principales beneficiarios del secreto bancario suizo.

En su momento el mito cumplió perfectamente su misión, especialmente en Estados Unidos. Irónicamente, fue uno de los más feroces oponentes de los bancos suizos, Theodore Reed Fehrenbach, quien, con su libro sobre “Los gnomos de Zurich”, desató la campaña de propaganda suiza en 1966 y proporcionó el pretexto del supuesto origen antinazi del secreto bancario suizo.

Fehrenbach se refería al caso del policía de la Gestapo Georg Thomae, quien, en enero de 1934, había recibido una misión especial de los nazis para buscar propiedades judías en Suiza. Mediante todo tipo de estratagemas y artificios, supuestamente robó a Anton Fabricius, residente de Hannover, su dinero depositado en la Unión de Bancos Suizos. Según los informes, tres titulares de cuentas judías en Suiza desenmascarados por Georg Thomae fueron llevados ante los tribunales y ejecutados inmediatamente. Su acción resultó en la Ley Bancaria de 1934.

Era una invención. Los archivos no indican en ninguna parte que el caso Thomae/Fabricius fuera mencionado por nadie durante los trabajos preparatorios de la nueva ley bancaria. Por no hablar de que la cronología de los acontecimientos contradice la tesis de Fehrenbach: la primera norma penal para una protección reforzada del secreto bancario apareció en febrero de 1933 en un proyecto de ley elaborado por la administración financiera, es decir, más de un año antes de las supuestas actividades de Thomae.

Los bancos suizos, al recurrir algunas semanas después de Fehrenbach a la leyenda de la defensa de los judíos y de sus bienes para justificar el fortalecimiento del secreto bancario en 1934, lograron hacerlo inexpugnable durante décadas entre sus compatriotas y los estadounidenses. Hasta la década de los sesenta los bancos suizos no aceptaron liquidar los activos confiscados a las víctimas del nazismo.

Ahora, nuevos documentos muestran que la leyenda de 1966 fue una campaña de relaciones públicas. Se sabe gracias a que la Asociación de Banqueros Suizos ha abierto sus archivos, permitiendo así una investigación sistemática. Los documentos transmitidos por los archivos y el Banco Nacional también hacen referencia al origen real de la protección del secreto bancario.

El secreto bancario en un asunto criminal

Antes de 1934 el secreto bancario sólo estaba protegido por el derecho civil. La obligación de secreto profesional formaba parte de la relación contractual entre el banquero y su cliente. El único titular del derecho a la protección del secreto era el ciente.

En lo que respecta a los impuestos en particular, la ley entonces sólo ofrecía una protección mínima. La situación jurídica de entreguerras se adaptaba cada vez menos al creciente interés de los bancos por que se protegiera el secreto bancario. Estos han logrado garantizar que sólo estén sujetos al deber de información en el marco de la legislación sobre quiebras. Otros estados, en un movimiento contrario, introdujeron el deber de divulgación en sus leyes tributarias durante y después de la Primera Guerra Mundial, porque la guerra, las reformas sociales y la lucha de clases habían llevado a una extensión masiva de las obligaciones vinculadas a los impuestos.

A principios de los años veinte, y luego repetidamente a principios de los treinta, después de la crisis de la deuda y el colapso de los bancos, los investigadores financieros y fiscales alemanes y franceses comenzaron a invadir el territorio suizo. Tras sentencias espectaculares, se escucharon voces que exigían el fortalecimiento y la protección penal del secreto bancario.

En el origen de la introducción de esta norma penal hubo sin duda un escándalo que comenzó el 26 de octubre de 1932 en un elegante apartamento parisino de cinco habitaciones cerca de los Campos Elíseos. A raíz de una denuncia, la policía francesa sorprendió al director y al subdirector del Banco Comercial de Basilea, así como al director de su sucursal de París, en el acto de ayudar a miembros de la alta sociedad a defraudar impuestos. La policía consiguió entonces una lista de 2.000 clientes franceses que habían confiado al Banco Comercial de Basilea una fortuna de 2.000 millones de francos, sustrayendo el dinero al fisco. Esta suma correspondía a una quinta parte del producto nacional neto de Suiza.

Los dos banqueros suizos y su acompañante fueron detenidos. Los tribunales ordenaron la incautación de los activos y depósitos de valores del Banco Comercial de Basilea y la prensa de París se llenó de ataques contra los bancos suizos. El 10 de noviembre de 1932, durante un tormentoso debate en el Parlamento francés, un diputado socialista comunicó la identidad de los estafadores más destacados. Entre ellos se encontraban dos obispos, varios generales, la empresa automovilista Peugeot, la esposa de un famoso perfumista, el propietario del diario “Le Figaro”, el director del periódico de derechas “Le Matin”, doce senadores y un ex Ministro del Interior. Conmocionados, los inversores comenzaron a retirar su dinero de Suiza.

Según estimaciones del Banco Nacional, el Banco Comercial de Basilea tuvo que reembolsar varios cientos de millones de francos a raíz del escándalo, una cantidad que los accionistas tuvieron que pagar en forma de reducción de capital. Otros bancos sufrieron las consecuencias de la retirada de fondos: el Banque d’Escompte de Ginebra no sobrevivió a la sangría y tuvo que cerrar definitivamente sus sucursales en 1934. Los círculos interesados ​​sabían que otros escándalos del mismo tipo podían arruinar el centro financiero suizo, que dependía del capital procedente de la evasión fiscal. En dos artículos publicados el 21 de diciembre de 1932 y el 10 de enero de 1933, el periódico Neue Zürcher Zeitung exigía inequívocamente que se reforzara el secreto bancario para proteger a los clientes afectados.

Las espectaculares sentencias dictadas en Suiza también constituyeron un motivo adicional para reforzar el secreto bancario. Demostraron a los bancos y a sus discretos clientes que la protección del derecho civil y consuetudinario -hasta entonces vigente- no se sostenía ante los tribunales. Los banqueros estaban particularmente preocupados por una decisión del Tribunal Federal de 1931 que protegía una disposición inusual de la ley fiscal del cantón de Friburgo que exigía que los bancos y cajas de ahorro presentaran cada año a la administración financiera cantonal una lista con los nombres de los depisitantes. La disposición sirvió de precedente para las autoridades fiscales extranjeras.

Es cierto que el espionaje bancario llevado a cabo por Alemania para reprimir las violaciones de las normas cambiarias, la evasión fiscal y la fuga de capitales representaba “una amenaza completamente evidente para la economía y […] la independencia financiera de nuestro país”, como reconoció el Neue Zürcher Zeitung en aquel momento. Excepto que el argumento data del 10 de enero de 1933, antes de que Hitler llegara al poder.

Después de 1935, gracias en particular a la nueva ley bancaria y al fortalecimiento del secreto bancario, el centro financiero suizo logró recuperar la iniciativa. Ha recuperado la confianza recientemente debilitada de clientes y acreedores. Durante los tres años posteriores al fortalecimiento del secreto bancario, el volumen de activos fuera de balance gestionados por los bancos suizos aumentó un 28 por cien. Tras la llegada al poder del gobierno del frente popular y las amenazas de devaluación del franco francés, la afluencia del entonces llamado “capital vagabundo” de “gitanos fugitivos del capital” adquirió tal magnitud que el Banco Nacional empezó a temer por la estabilidad del franco suizo.

El refuerzo penal especialmente riguroso del secreto bancario estaba plenamente justificado desde un punto de vista comercial. Contribuyó no sólo a defender la elevada cuota de mercado de los bancos suizos en la gestión patrimonial internacional, sino también a aumentarla.

Por parte del Credit Suisse, el intento de 1966 de ennoblecer un interés económico mediante argumentos morales no fue muy inteligente. El establishment de Zurich colocó a los bancos suizos en un pedestal del que sólo podían caer.

Artículo original (vía mpr21): Peter Hug

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