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OPINION

“La medicina moderna es la brujería de los ‘expertos’” – Juan Manuel Olarieta

Una de las revistas mejores y más interesantes que publica el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) es “Asclepio” y es lamentable que los científicos que forman parte de dicho organismo no le presten la atención que merece.

Asclepio, el Escolapio de los romanos, es el dios griego de la medicina. Su hija y ayudante se llamaba Higea porque desde tiempos inmemoriales la humanidad ha sabido que la higiene es uno de los dos pilares de la salud; el otro es la alimentación.

A lo largo de la historia los pobres, que viven en la imundicia y que padecen hambre, han sido el mejor caldo de cultivo de las plagas, eso que ahora llaman “enfermedades contagiosas”. El hambre es el reverso dialéctico de la alimentación y hasta hace muy pocos años las sociedades nunca diferenciaron entre la nutrición, los fármacos y las drogas.

Antes de que las farmacias pusieran una cruz verde en sus locales, su símbolo era la “Copa de Higea” que contenía una poción que el enfermo debía beber para restablecer la salud, lo mismo que en misa el pecador bebe la sangre de Cristo que le ofrece el sacerdote para expiar sus culpas.

En otros tiempos tampoco conocieron esa diferencia que hoy introducimos entre magia y farmacia.

En las farmacias la “Copa de Higea” aparecía rodeada por una serpiente que escupe en su interior. Las serpientes elaboran venenos, que los médicos usaban no sólo para matar, sino también para curar. Ambas prácticas van unidas. Lo mismo que te mata tambien te cura. Es cuestion de no pasarse, de tener cuidado con los excesos.

La serpiente simboliza la ciencia y la sabiduría. Al comienzo de la Torá, la Biblia y el Corán, la serpiente -o sea, los científicos- engaña a Eva para que coma el fruto del árbol prohibido, desobedeciendo el mandato de dios. Podía comer el fruto de cualquier árbol, excepto de aquel precisamente: era el árbol de la sabiduría, identificada con el mal. La ciencia es pecado porque basta la palabra de dios. La humanidad no debe pensar por sí misma.

En las estatuas antiguas, en el emblema de la Organización Mundial de la Salud y en la mayor parte de los colegios de médicos, Asclepio aparece con un bastón rodeado por dos serpientes. Se llama “caduceo” que, con el tiempo, evolucionó hacia la varita mágica y el símbolo de ETA, donde el bastón se ha trasformado en el mango de un hacha.

En las ceremonias oficiales, los alcaldes ostentan ese mismo bastón que recuerda a la sociedad perfecta de Platón, donde quienes mandan son los sabios. Los políticos se rodean de “expertos” y hombres de ciencia. Sus recomendaciones, como la de no comer carne en exceso, tienen el aval de las disciplinas nutricionales modernas, preocupadas por la salud pública.

El ministro de Consumo le ha dado una pirueta de 180 grados a la historia. Se podía haber interesado por el millón y medio de familias que pasan hambre en España, pero no ha sido así. La ciencia ha diagnosticado que el verdadero problema es que comemos carne con glotonería, y ya sabemos que los políticos van de la mano de la sabiduría y el conocimiento auténticos. ¿O es al revés?, ¿van los cientificos de la mano de los políticos?

Lo mismo que en la Torá, la Biblia y el Corán, hoy seguimos comiendo la fruta del árbol prohibido del conocimiento. ¿Nos engaña la serpiente como a Eva en el paraíso?, ¿escupirá una medicina o un veneno? Las vacunas ¿son un remedio que nos cura o un tóxico que nos mata?, ¿apoyamos a los provacunas o a los antivacunas?

Perseguimos respuestas simples a dilemas complejos. No nos gustan las explicaciones largas, y menos las que se sostienen sobre la historia y la experiencia. Las soluciones deben aparecer en blanco y negro; sin grises.

Recientemente tres científicas del CSIC falsificaban la historia de las vacunas, cuyo origen atribuían al británico Jenner. Pero ni Jenner inventó las vacunas, ni era médico, sino todo lo contrario: era un curandero de esos que hoy ellas mismas denostarían como “anticientífico”. Las vacunas son una práctica médica ancestral, cuando no había jeringuillas, y los primeros documentos escritos aparecen en China hace más de mil años.

En el griego antiguo la palabra farmacia (“pharmakeia”) se puede traducir como “magia”. En los akelarres las brujas utilizaban pociones y conjuros. Los participantes sanaban de sus enfermedades, como en Lourdes, y en el peor de los casos mitigaban su dolor con un buen colocón de setas venenosas y otras drogas.

Paracelso fue uno de aquellos magos, que antes también fue despreciado y ahora sus obras han sido traducidas y editadas por el CSIC, por lo que ha salido de las filas del ocultismo. La Wikipedia le define como “un médico moderno, adelantado a sus contemporáneos”. Ya podemos hablar de él como científico de primer nivel sin que nos insulten.

Fue pionero en la utilización de metales, como el mercurio, en las medicinas. Hasta su tiempo la botica era la botánica porque los únicos remedios era el herbolario, las plantas. Desde entonces y durante más de 300 años los médicos trataron enfermedades, como la sífilis, con mercurio, un metal que hoy está absolutamente prohibido, incluso en los termómetros por su toxicidad.

Los sifilíticos no morían por la enfermedad sino por el remedio que prescribían los médicos. En algunos idiomas al mercurio se le llama “plata viva”. En inglés se dice “quick silver”, de donde deriva “quack salber” que se puede traducir como matasanos, curandero o charlatán.

En el mundo moderno, donde la medicina quiere presumir de ser una ciencia, la situación no ha cambiado. Más de una tercera parte de las muertes son iatrogénicas, es decir, que los enfermos están muriendo a causa de los médicos, de los fármacos, las intervenciones quirúrgicas y los hospitales.

Es cosa de la magia (o sea de la farmacia).

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